Brodsky (1940-1996)
fue un poeta ruso ganador del premio Nobel de literatura en 1987. En
“Capadocia”, hace gala de su habitual ironía para contarnos sobre una antigua
guerra (año 89 a. C.) parecida a todas las guerras.
Traducción de Alejandro Varelo (Cátedra, 1998).
Traducción de Alejandro Varelo (Cátedra, 1998).
CAPADOCIA
Ciento cincuenta mil guerreros de
Mitrídates, rey del Ponto
-caballería, arqueros, armaduras,
espadas, lanzas, cascos, escudos-,
entran en un territorio extranjero
llamado Capadocia.
El ejército se ha extendido en
varias millas. Los jinetes lanzan alrededor
miradas tenebrosas, siniestras. El
espacio, avergonzado de su desnudez,
siente que, con cada paso, lo
lejano se convierte con prudencia
en cercano. Sobre todo en las
montañas, cuyas
cumbres, igualmente cansadas del
púrpura
del alba, del lila del crepúsculo,
del albornoz de las nubes,
ganan, debido a la mirada
penetrante de los extranjeros, agudeza
marmórea, si no claridad. El
ejército parece
desde lejos como un río que
serpentea por las piedras,
cuyo nacimiento hace lo que puede
para no rezagarse de su
desembocadura,
desembocadura,
que, a su vez, vuelve la vista de
vez en cuando para ver su manantial
rezagado.
rezagado.
Y cuanto más hacia el este se dirigen
las tropas, más se convierte este
terreno
terreno
escaso –como si se mirara a un
espejo desde su caos fangoso y perdido-
temporalmente en un fondo impasible
y sublime
de la historia. Muchos pies que se
arrastran,
maldiciones, tintineo de arreos, de
estribos al chocar con la vaina,
alboroto, un bosque de espadas. De
repente, con un grito
entrecortado, el escolta de a
caballo se queda congelado; ¿es un fantasma,
o…?
o…?
En la lejanía, sustituyendo al
paisaje, cubriendo toda la meseta,
aparecen las legiones de Sila.
Sila, olvidándose de Mario,
trajo aquí las legiones para
aclarar a quién,
a pesar del estigma de la luna de
invierno,
pertenece Capadocia. Habiéndose
detenido, el ejército se está
preparando ahora para la batalla.
La meseta, amplia y pedregosa,
por última vez parece un lugar
donde nadie ha muerto.
Chispas de hoguera, explosiones de
risa, de cantos como “El zorro era
astuto”.
astuto”.
Estirado en la piedra desnuda, el
cuerpo fornido del rey
Mitrídates contempla el pecho
perenne y lechoso, los tendones,
los bucles mojados, los muslos
suaves, el torso de un sueño.
Lo mismo contempla el resto de su
tropa y también
las legiones de Sila. Lo que
demuestra, al menos,
no la falta de elección sino la
plenitud de la luna. En Asia
el espacio tiende a ocultarse de sí
mismo, y de la frecuente
embestida de la monotonía, en su
conquistador; por lo general
en la cabeza, la armadura, la barba
que, para facilitar las cosas,
envuelve con la luz de la luna.
Bajo este manto plateado
las tropas ya no son un río
orgulloso
de su longitud sino un lago
manejable cuya profundidad, en apariencia,
es exactamente lo que el espacio,
al vivir aquí recoleto, necesita,
ya que esa profundidad es
proporcionada a las muchas leguas recorridas.
Por ese motivo a menudo los partos,
a veces los romanos (actualmente
ambos) se introducen en Capadocia.
Los ejércitos son
esencialmente agua, sin la que ni
las mesetas ni las
montañas sabrían cómo son de
perfil, y mucho menos
en face. Dos lagos dormidos, con el mismo trozo de carne flotante
en su interior, brillan por la
noche como el triunfo de flora sobre
fauna, con el objeto de fundirse,
al amanecer,
en un barranco y convertirse en un
espejo común muy apropiado
para poseer toda Capadocia: rocas,
lagartos, cielos… salvo el óvalo
de nuestros rostros. Sólo, quizá,
una gran
águila en la oscuridad de la
altura, acostumbrada a las alas y al pico,
sabe lo que hay en el futuro.
Mirando hacia abajo con total
apatía, normal en las aves –pues,
al contrario que un rey,
un ave es repetible-, un águila que
se cierne
sobre el presente se cierne
naturalmente sobre el futuro
y, por supuesto, sobre el pasado:
en la Historia, en su tardía
representación, en la fricción –la
forma en que suena-
de algo temporal contra algo
permanente, de la forma en que las
cerillas rayan
el papel de lija, un sueño la
realidad, las tropas un terreno. En Asia
los amaneceres son rápidos. Algo
gorjea. En cuanto
te levantas, un temblor te recorre
la columna vertebral
e infecta de frío a las sombras
obstinadas, que se aferran a la tierra,
soñolientas, de patas largas. La
neblina lechosa
del amanecer con sus toses,
relinchos, bostezos y frases a medias,
con su ruido de armaduras, ordena
que se levanten.
Y observado por medio millón de
ojos,
el sol pone en movimiento miembros,
lanzas, todo tipo de metal afilado,
jinetes, soldados de a pie,
arqueros, carros. Los cascos brillan
y las tropas marchan unas contra
otras como las líneas
de un libro cerrado de golpe por la mitad;
como, más apropiadamente, dos
espejos, dos escudos; como dos
rostros, dos partes de la suma, en
vez de la summa
que da como resultado la diferencia
y que resta a Sila
de Capadocia. Cuya hierba –que
tampoco nunca
supo qué aspecto tiene- gana más
que nadie
de los gritos, el estruendo, el
ruido, la sangre coagulada
de estos choques y empujones,
mientras sus ojos verdes estudian
detenidamente los añicos de una
legión destrozada
y de los partos caídos. Agitando
ampliamente su aguda espada, el rey
Mitrídates, sin pensar en nada,
cabalga hacia adelante en medio del
caos, de las armas cruzadas, del jaleo.
La batalla parece desde lejos como
un “aaagh” cincelado en piedra,
o como el azogue de un espejo que
se ha vuelto
loco al ver a su brillante doble.
Y con cada cuerpo que cae desde las
filas encima de este claro pedregoso,
el terreno, semejante a una brizna
taciturna,
pierde su agudeza, se enturbia en
el sur y se enmohece
en el este; la silueta parece
recuperar su justo
reinado. Así es como los caídos se
llevan al otro mundo
su trofeo: los rasgos de una Capadocia de nadie.
1992
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