El siguiente cuento es en realidad un fragmento de la novela "El color de la magia", de Terry Pratchett, quien aparte de ser uno de los mejores humoristas británicos actuales-su serie "Mundo Disco" es un choteo muy agradable de las novelas dizque fantásticas a lo Tolkien-Es uno de los que últimamente me ha tratado con mayor camadería-El único personaje que aparece en todos los libros de la citada serie, es su servidora, e incluso me ha dedicado títulos donde soy el personaje principal, como "Mort" o "El segador"-.
Por cierto, la próxima película de Terry Gilliam (12 monos, Brazil) será al parecer una vesión de la novela "Buenos presagios" escrita por Terry Pratchett en colaboración con Neil Gaiman-otro autor inglés que me ha utilizado mucho como personaje, recordar a la Muerte como una adolescente simpática y darkie, en su comic "The Sandman"-. Ya leí "Buenos presagios" y está muy divertida, me hacen andar en moto y no en los aburridos caballos de siempre, chido.
Una de las últimas noticias sobre este escritor es que padece de una forma prematura de Alzheimer. Una cosa más antes de pasar al cuentillo. Antes podía bajar libros gratis de este autor, en la página:
Muchas veces se ha dicho que, aquellos que son sensibles a la radiación del octarino -el octavo color, el Pigmento de la Imaginación- pueden ver cosas que resultan invisibles para los demás.
Así fue como Rincewind, que corría -con el Equipaje trotando tras él- por los populosos bazares de Morpork, iluminados por bengalas al anochecer, tropezó con una figura alta y sombría, se volvió para dedicarle unas cuantas maldiciones, y se encontró frente a frente con la Muerte.
Tenía que ser la Muerte. Nadie más iría por ahí con las cuencas de los ojos vacías, claro. Y la guadaña que llevaba al hombro era otra pista. Mientras Rincewind la miraba horrorizado, una pareja de amantes, riéndose de algún chiste privado, atravesaron la aparición sin darse cuenta de nada.
La Muerte parecía sorprendida, al menos hasta donde puede parecerlo un rostro sin rasgos móviles.
— ¿Rincewind? -dijo la Muerte, en tonos tan profundos y pesados como puertas de plomo cerrándose en una cavidad subterránea.
— Hummm -respondió Rincewind, intentando apartarse de la mirada sin ojos.
— Pero ¿qué haces tú aquí?
(Bum, bum, lápidas de criptas en sólidas montanas antiguas, comidas por los gusanos...)
— Hummm... ¿por qué no iba a estar aquí? -se las arregló para responder Rincewind-. Además, estoy seguro de que tienes mucho que hacer, así que te dejo...
— Me sorprende que hayas tropezado conmigo, Rincewind, porque tengo una cita contigo esta misma noche.
— Oh, no, no...
— Pero, claro, lo jodido del asunto es que esperaba encontrarte en Psephopololis.
— ¡Pero eso está casi a ochocientos kilómetros!
— No hace falta que me lo recuerdes. Ya veo que se me ha vuelto a descuajaringar todo el sistema. Oye, mira, ¿no te importaría...?
Rincewind retrocedió, extendiendo las manos frente a él como para protegerse. En una caseta cercana, el vendedor de pescado seco contempló a aquel loco con interes.
— ¡Ni pensarlo!
— Puedo prestarte un caballo muy rápido -ofreció la Muerte.
— ¡No!
— No dolerá nada.
— ¡No!
Rincewind se dio la vuelta y echó a correr. La Muerte le miró alejarse, y se encogió de hombros con gesto de fastidio.
— Pues que te den por el culo -dijo la Muerte.
Se dio la vuelta, y vio al vendedor de pescado. Con un gruñido, la Muerte extendió un dedo literalmente huesudo, y detuvo el corazón del hombre. Pero no le sirvió de consuelo.
Entonces, la Muerte recordó lo que iba a suceder aquella misma noche. No sería correcto decir que sonrió, ya que, en cualquier caso, sus rasgos estaban perpetuamente congelados en una sonrisa calcárea. Pero empezó a tararear una tonadilla, tan alegre como el entierro de un apestado, y -deteniéndose sólo para robarle la vida a una mosca de mayo, y una de sus nueve vidas a un gato que se escondía cobardemente bajo la caseta de pescado (todos los gatos ven el octarino)-, la Muerte giró sobre sus talones y echó a andar hacia el Tambor Roto.